Por fin terminé, con sobresaliente, la licenciatura en Filosofía y Letras. El señor Figueroa me preguntó qué quería hacer y respondí que trabajar.
Atrás quedaron mis sesiones de psiquiatría con el doctor Merino. La muerte de don Giovanni me convirtió en el guía de su familia. Yo, un psicópata iluminado por la gracia de Dios, sirviendo de faro al que todos debían seguir.
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Días después el señor Figueroa, o Luis como gustaba que lo nombrara, me dio una gran sorpresa. Me había conseguido un puesto de profesor de Filosofía en Córdoba —es en una Universidad Laboral —me anunció.
—¿Eso qué es? — inquirí.
—Son centros orientados a la formación educativa de los hijos de los obreros. Fueron creadas por José Antonio Girón de Velasco, uno de los pocos falangistas buenos.
—¿Hijos de obrero como yo? —le interrumpí.
—Sí, como tú —me miró condescendiente con una sonrisa burlona.
—Tengo curiosidad por saber algo bueno del Régimen, así que, si te parece bien me puedes contar su historia.
—El Régimen, como tú lo llamas, hizo muchas cosas buenas y también malas. Es verdad que Girón era un falangista convencido y, por tanto, no podemos alejarnos de la teoría de que, en sus inicios, los fundamentos ideológicos de las universidades laborales fueran falangistas.
Luego, cuando ya estaban consolidadas, esos principios fueron atenuándose. Hoy es el mejor centro educativo de toda España, y gracias a este sistema, miles de hijos de obrero pueden estudiar y aprender un oficio u obtener un título universitario. Eso no lo debes olvidar, gracias a las Universidades Laborales está aumentando el nivel académico de la clase obrera. Así que cuando te dirijas a tus futuros alumnos, hazlo con respeto.
—Lo haré, no le defraudaré.
—De eso estoy seguro —apostilló, dando así por terminada su alocución.
El verano había llegado con todo su esplendor, la furia de sol en este mes de julio no cesaba, sus rayos derretían el asfalto de las calles de Toledo, levantando nubes de vapor, creando espejos de alquitrán. Habían pasado tres años desde aquel fatídico día que casi me cuesta la vida.
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A principios de septiembre debía llegar a Córdoba; tenía una entrevista con el jefe de estudios. Luis Alfonso me dijo que estuviera tranquilo que todo estaba arreglado. Berto se empecinó en acompañarme, así también conocería la ciudad sultana por excelencia. El viaje fue entretenido, cruzamos el corazón de La Mancha. Paramos a comer en Almagro, nos prepararon una mesa en la Plaza Mayor, frente al Corral de Comedias. Degustamos con exquisito placer unos platos típicos de la zona regados con un buen vino de Valdepeñas. Berto decidió comprar berenjenas para llevárselas a Manuela y a Isabella. Después del buen yantar reiniciamos nuestro viaje cruzando el desfiladero de Despeñaperros, enclave montañoso de Sierra Morena que separa la Meseta de Andalucía.
Berto al volante; serio, apenas pronunció más de dos frases después de atravesar Santa Elena, pensé que los carteles de bienvenida a Andalucía le infundieron miedo y temor por nuestra separación. Yo entendía que no podía cuidar de mí, ahora su preocupación era Isabella y por qué no, también Manuela, la mujer de don Giovanni. No me había pasado desapercibido cómo la miraba desde la muerte de su marido. Le pregunté la causa de su preocupación, su respuesta fue rápida, es como si la estuviera esperando, no así yo la respuesta que me espetó a bocajarro:
—Dime, Doménico, ¿qué sientes cuándo matas a alguien?
Me sorprendió, esa pregunta. No la esperaba, apenas atiné a decir nada inteligible, balbuceando solté:
—No lo sé. Nunca me paré a pensarlo ¿Y tú?
—Yo me siento como una mierda. Quitar la vida a una persona es lo más abominable que puede hacer la raza humana, te conviertes en el peor de los animales. En cambio tú, y eso me preocupa, disfrutas con ello, lo pude apreciar en tu mirada cuando volviste de Bolivia.
—Nosotros somos simples brazos ejecutores del deseo del desamparado. Eliminamos a asesinos, a maltratadores de mujeres y niños indefensos. Donde la ley de los hombres no es capaz de llegar, allí aparecemos nosotros. No me vale que me digas que es un enfermo, que es un alcohólico ¿Quién se lo explica a un niño que ha perdido a su madre? No Berto, Dios nos ha elegido; a través de nosotros hace justicia.
Es la ley divina sobre la de los hombres con poder no otorgado ni concedido por nadie; un poder que emana de su carácter enfermizo, débil y de baja auto estima —aduje convencido.
—Por eso que has dicho estoy preocupado, nada de lo que experimentas es cierto ni sostenible, Doménico. Dios, si existe, no desea que nos matemos unos a otros. Tienes un grave problema, debes abandonar ese camino. Es cierto que yo te enseñé a matar, pero en defensa de tu vida, de tu familia. No por un simple acto de justicia. Debes dejar que actúe la ley, nosotros no podemos ni debemos sustituirla, no podemos convertirnos en el paladín de los derechos del débil, al menos no de esa manera —concluyó sin dejar de mirar la carretera temiendo encontrarse con mi mirada inmisericorde.
Antes de cruzar el puente de Alcolea, divisamos el campanario de la iglesia que el señor Figueroa me relató antes de partir. —A unos kilómetros antes de llegar observarás una torre muy alta y coronando su cima una cruz, esa será la señal de tu destino —regresaron a mi mente sus palabras. Al llegar al centro, la iglesia queda a la derecha. Es una edificación oval gigantesca y a un lado, emerge como el brazo de Dios, una torre muy alta.
Cuando entramos al recinto, el edificio que teníamos de frente era el paraninfo, en el cual me sorprendió una leyenda sobre la fachada principal, atribuida a Séneca, que decía: “Para el bien de todos, trabajan y combaten los mejores”. Una frase corta pero a la vez muy profunda, me impactó y me hizo ver que todas las acciones que yo había acometido en el pasado, y las que devinieran en el futuro, tenían relación con ella. Yo era el que trabajaba y combatía por los demás, por los humildes y desprotegidos ante la Ley.
Me recibió el rector don Santiago Rey Agra, sacerdote de la Orden de los Dominicos. Me dijo que impartiría clases de Filosofía en sexto de bachiller, en el colegio Luis de Góngora, y de Lengua Española a los chicos de tercero de oficialía, en el colegio Gran Capitán. Me presentó al jefe de estudios, también dominico; en realidad la Universidad Laboral estaba dirigida por la Orden de Predicadores Dominicana fundada en 1.216 por Domingo de Guzmán, y algunos de ellos también se dedicaban a labores de enseñanza. El resto de profesores eran laicos. Me ofrecieron vivir en una zona residencial para profesores, lo cual acepté y agradecí.
El jefe de estudios era un dominico sensato y liberal, amante del fútbol y apasionado disertador. Eran memorables las tertulias que manteníamos. Su conocimiento sobre los clásicos y su forma de entenderlos causó mella en mi formación como profesor. Como buen gallego, el padre Óscar Maiz concluía cada tertulia con una frase que me provocaba la duda sobre si estaba a favor o en contra de lo tratado.
En pocos días fragüé una enriquecedora amistad con un profesor de Matemáticas, que se llamaba Cristóbal Encinares. Desde el principio se unió a nuestras tertulias. Joven y dinámico, reflexivo al hablar. Sin vehemencia nos exponía que todo el universo giraba alrededor de las Matemáticas, incluso las relaciones afectuosas. Gran amante del arte. Su amistad produjo un giro en mi vida.
Las clases dieron comienzo el veintiséis de septiembre. Durante los dos días anteriores cientos de chavales llegados de toda España, en decenas de autobuses, salían de su interior con ímpetu y cada uno sabía adónde tenía que ir. Los veteranos, a sus colegios correspondientes, los novatos eran dirigidos al rectorado y desde allí se les remitía a su destino que casi siempre eran los colegios Juan de Mena y San Rafael, dependiendo si estudiarían Formación Profesional o Bachiller.
Muy distinto era instruir a los alumnos de bachillerato o a los de oficialía. El curso al que impartiría Lengua era tercero de oficialía de la rama de Soldadura y Chapa. Mi asignatura llegaba a continuación de las clases de taller y acudían cansados, sudorosos y por qué no, también malolientes. Fueron sus ganas de aprender, de llegar a ser algo diferente a lo que fueron sus padres, lo que hizo que aquellas manos sucias, aquellos cuerpos fatigados formaran parte de mi esencia espiritual; la mayoría provenía de familias humildes como yo.
La Universidad Laboral, estaba a siete Kilómetros de Córdoba. Llevaba dos meses y apenas habría ido un par de veces a visitar la ciudad. Un día don Cristóbal me comentó que en un colegio de monjas de la capital necesitaban cubrir una vacante por las tardes. No me lo pensé pues en la Universidad Laboral solo daba clases por la mañana; tendría tiempo y saldría del pequeño gueto en el que me ubiqué desde el inicio. Sería en el colegio la Milagrosa, en pleno centro de la ciudad; así que tuve que abandonar la residencia para profesores e irme a vivir a Córdoba.
Alquilé un pequeño apartamento en la calle Conde de Gondomar, muy cerca del colegio y de una librería la cual visitaba casi diariamente; trabé amistad con los dependientes, eso me permitió conocer más de cerca ese mundo, arreciando en mí las ganas por tener algún día la mía propia. La establecería, ahora sí, en el local que compré, meses antes, cerca de la Puerta de Bisagra. Por las mañanas tomaba un autobús que partía de la plaza de Colón, a escasos metros de la plaza de los Capuchinos, que me conducía directamente a la Universidad Laboral.
La persona a la que sustituí en el colegio era mayor; sus métodos de enseñanza en nada se parecían a los que yo acababa de implantar con éxito en la Universidad Laboral. Tuve suerte, los alumnos apostaron por el cambio, les sedujo mi idea y mostraron desde el principio ganas de aprender, de trabajar. Aquí todos mis pupilos eran féminas. Les propuse trabajar en grupos, elegiríamos un autor y sobre él cada grupo esgrimiría, en buena lid, los argumentos que creyeren convenientes. Destacaba una chica rubia, tez morena, ojos grandes como olivas, arabescos y de un color verde trigo. Silvia, como así se llamaba, tenía una sonrisa preciosa, que regalaba a todo el mundo, quizás para ocultar su excesiva timidez; de figura menuda pero bien proporcionada. Su excelente oratoria hacía que todos la escucháramos con atención cuando exponía sus trabajos como líder del grupo, ruborizándose y bloqueándose cuando la otra parte rebatía alguno de sus argumentos.
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fragmento de EL LIBRERO DE TOLEDO, la ópera prima de Manuel Peiteado Serrano