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La noche sigue fresca y un cierzo tremendo menea el coche de lo lindo. Hasta Jorge Miguel, mi hijo mayor, con un ojo medio abierto y el otro cerrado, se sobresalta y me pregunta qué es lo que sucede. Pienso que aunque ya llevamos unos días metidos en la estación, al final van a tener razón esos franchutes que han pronosticado que este año no va a haber verano en España. No obstante, ¡qué se sabrán ellos! Reduzco la velocidad hasta que afloja, pues no he sido nunca amante de prisas, y menos en carretera. Todavía tengo por delante muchos kilómetros que rodar hasta llegar a Caleruega, y voy bien de tiempo. Me encanta conducir de noche, y más en una como esta, con la luna casi en cuarto menguante. El cielo está claro y se vislumbran perfectamente todos los contornos de la autovía. Hemos salido de Huesca sobre las cinco menos cuarto de la madrugada. Galicia queda muy lejos, y entre medio hay que hacer parada, tan deseada y preparada, para saludar al padre Tapia. Ya serán tres los veranos que me espera en el convento de padre dominicos de ese lugar burgalés. Hemos quedado en encontrarnos sobre las nueve de la mañana. Las pormenores y etapas del viaje las he estudiado de sobra para poder llegar a comer a casa de mis suegros en la coruñesa villa de Ares, en la ría de su mismo nombre que otros la conocen como de Betanzos o de Pontedeume, a medio camino entre este último y la dos veces Real Villa de Mugardos (hermoso rincón a la entrada de la siguiente ría, hacia el norte, frente al Ferrol, que unos llaman de una manera y otros, de otra, dependiendo de donde pacen, como siempre), donde tan rico pulpo se sirve al viajero y al natural. Con el apelativo de “pulpeiros”se les reconoce. Claro que, personalmente, siento más devoción por el que me sirven en Padrón los días de mercado, aunque esté en el interior. ¡Cuestión de gustos y de ambiente, sobre todo si se mezcla a la vez pulpo, vino blanco y pimiento! ¡Padrón y Rosalía de Castro! Os encantará el lugar. Comienza a clarear bordeando Calatayud, sobre las seis. Abandono la autovía de Madrid y me desvío a la vieja carretera general que “tira” hacia Soria. Hasta abandonar tierras aragonesas, la vía es muy sinuosa y con un río a la izquierda, así que mejor es gozar de más visibilidad para bien poder gobernar a los animales que a esas horas se retiran a descansar y pasar desapercibidos en los frondosos y cercanos sotos. Después del encuentro con aquel jabalí, hace dos años y medio, desconfío de cualquier arbusto que crece en las cunetas; mejor un poco de luz extra. ¡Menos mal que lo tenía asegurado a todo riesgo! A Dios gracias, no nos sucedió nada, aunque Mary, mi mujer, todavía lleva el susto en el cuerpo. A ella no le gusta conducir de noche. Bueno, a mí sí, y es que hoy no nos acompaña. Apenas hay tráfico, con lo que ya contaba. Los camioneros descansan los sábados y los desplazamientos de turismos no agobian a estas horas, y los pocos ayudan con sus luces desde mucho antes del cruce. Daniel José, el pequeño, ronca que se las pela. Eso es bueno para todos, pues es propenso al mareo y a veces no es suficiente con la biodramina y con el sistema antimareo automático del coche. ( “¡Qué cosas inventan, papá! ¡Y lo que te rondaré, morena!”) Procuro siempre, cuando se despereza, andar ya con un montón de ruta a las espaldas, y entonces las canciones infantiles ya se encargan de distraerle. El trayecto desde Huesca hasta Ares es muy largo, aunque llevadero, cuando menos para mí, que aprendí en la mar a dormirme casi hasta de pie , si se terciaba. Por fin embocamos Castilla y sus rectas kilométricas. Su monótono paisaje y la casi total ausencia de circulación me está relajando, y eso no es bueno. Hago un alto en el camino para estirar piernas y apretarme una buena dosis de cafeína, mientras me deleito con la vista que ofrece el inmenso verde manto de los sembrados, que cimbrea con la leve brisa. ¡Campos de Castilla! - “¡Menudo cosechón van a tener este año!” Solo es un susurro, pero me sale de dentro. Es raro, pero no se oye todavía la codorniz, normalmente tan madrugadora. No muy lejos, sobre los chopos que circundan una balsa junto a la carretera, a escasa altura, distingo un atento cernícalo con su silueta inconfundible, cuando se detiene literalmente en el vuelo con la cabeza algo girada hacia delante y hacia abajo, y pienso que ya ha localizado su desayuno. Aprovecho para hojear la guía de rapaces que siempre me acompaña en la guantera, pues la variedad y la cantidad de ellas con las que hoy me cruzaré es espectacular; me encanta reconocerlas al vuelo, nunca mejor dicho. ¡Qué rica es España! ¡En todo! ¡Lástima de tanto espabilado que pulula proclamando sus mentiras históricas, y de quienes desde posiciones legales, pudiendo invalidarlas, no lo hacen, pues ya se sabe que algunos tienen como norma que es mejor no cabrear a quien posiblemente se pueda tener como pareja de baile mañana! En fin, en este viaje no voy a hablar de política. ¡Prometido! El retrovisor me refleja los primeros rayos de sol poco antes bajar hacia el puente sobre el Duero, y me viene a la cabeza la figura de Machado y del padre Gago. Y de José María Camacho Rojo, mi compañero de habitación en 6º y COU, en la Laboral. Fue él quien hizo el trabajo final de Lingüística sobre el poeta. Nadie quería lidiar con tal reto, sabedores de que el Maestro lo corregiría con lupa. Cuando el padre Gago anunció que había dos nueves en el aula, ya intuíamos que uno era de Camacho. Pero, ¿y el segundo? Qué sorpresa tuve cuando anunció que correspondía al trabajo acerca del discurso de José Antonio Primo de Rivera, que yo tuve que preparar tras el correspondiente sorteo. Aquel tema era nuevo para mí, al margen de la doctrina oficial que todos recibíamos; pero me empeñé en hacer un comentario serio y profundo, sobre todo en materia lingüística y en el ambiente histórico en el que se desarrollaba. En lo político me quedo con el final del mismo, en el que le recordaba a mi profesor aquello tan conocido de que “en este mundo traidor, nada es ver ni es mentira, todo es según el color... ...” Luego de felicitarme, me pidió permiso para quedárselo. - “Me gustaría conservar el trabajo, pero si me deja unos días, se lo mecanografío y le doy una copia”. Y así fue. El original, a mano, lo guardo con tan grato cariño como lo es el recuerdo que siempre he mantenido de tan incomparable maestro. Y aprovechando que el Cinca pasa por Albalate … … añado que, sin ninguna intención de entrar en polémica acerca de lo que se haya podido escribir sobre el padre Gago, que cada uno es muy libre, no puedo sino afirmar rotundamente que jamás fui testigo de lo que de él se ha recogido ni supe de comentarios al respecto. Ni me los puedo imaginar. Al igual que lo que se escribió aquí, escrito quedó, lo ahora dicho, dicho y bien escrito también queda. Abandono Soria, dirección Burgos, y me pregunta Jorge si ya hemos pasado por delante de “Los Pajaritos”. ¡Dichoso fútbol! - “Atento, que enseguida lo verás a tu derecha”. ¡Anda que últimamente los del Huesca no se las han visto con los del Numancia! Voy sobrado de tiempo y como ya rondan casi las siete y media creo que voy a poner la radio para informarme del estado de las carreteras. Ya lo hubiera debido hacer antes. Acostumbro a afirmar con el típico llegaré a tal hora, si Dios quiere, a lo que suelo añadir si el Ministerio de Obras Públicas no lo impide, que no será la primera vez, ni la segunda ni la última que se ponen a hacer la puñeta en una fecha clave de salida de vacaciones. Y por fin, “el Alto de la Gallega” me recuerda que hay que estar atento, pues enseguida aparecerá el desvío a la izquierda que me llevará, atravesando las localidades de Huerta de Rey y Arauzo de Miel, a Caleruela. El año pasado me comentó que en otro viaje vería si podía abrirnos la puerta del Torreón de los Guzmanes. ¡Vamos a ver si es posible! Mis hijos se han despertado debido a las curvas. Ya las conocen, y los dos comienzan a escudriñar por entre los pinares para tratar de localizar la rica fauna que por allí campa a sus anchas, en especial los ciervos con los que nos cruzamos el año pasado. Tengo que reconocer que no acabo de diferenciar estas especies; todas me parecen iguales desde el volante. Eso es lo malo de ser el que conduce. - “Ya llegamos, chicos. Hay que ponerse una manga larga, que no hace ni pizca de calor a estas horas”. El coche queda aparcado en la entrada de la plaza. A la derecha se levanta el convento, al que ya ilumina generosamente el sol de las nueve menos cuarto, y comenzamos a pasearnos por su frontal, donde las puertas permanecen cerradas. Daniel me comenta que se debe a que tal vez no se han levantado aún. - “No, tato, que aquí suelen madrugar. Seguramente están desayunando”. El silencio del lugar tan solo lo rompe el agua de la fuente, a cuya base una pareja, acaramelada, debe estar haciendo tiempo para decirse adiós y acabar de rondar. Comienzan a sacar las sillas del bar de la esquina. Hoy hará calor y el vermouth mejor se toma en la calle, a la sombra. Observo la olivera (en Aragón, los árboles, casi todos, acaban en “ero/a”: manzanera, perera, melocotonero, cerecera …) que crece al lado, y parece que va a haber bastante muestra; luego será otra historia cuando se compruebe cuánta flor cuaja. Yo podo las mías más abiertas, para que el sol inunde bien el interior. Este ejemplar crece espeso, cerrado, a gusto del podador, supongo, pero sano, que es lo principal. No hay presencia ni de repilo ni de prays. Seguro que producirá olivas en cantidad. Desconozco la variedad, pero no es “arbequina”. - “Papá, sigue cerrada”. Y dan las nueve. Estamos disfrutando con la máquina de fotos, sobre todo Daniel, a quien se la regalaron hace poco más de un mes para su Primera Comunión, cuando se abre la puerta del monasterio de monjas dominicas, tras la estatua del fundador que recibe al visitante, frente a su fachada principal, y comienzan a salir un buen número de las mismas, que en alegre, desordenado y jolgorioso desfile se dirigen hacia la puerta del convento, ahora abierta, por donde se cuelan, volviendo a quedar cerrada de nuevo. Son muy jóvenes y se expresan en inglés. Hasta ahí, llego. Jorge me puntualiza que por su acento son americanas. Habla este idioma con fluidez y diferencia perfectamente si es de uno u otro lado del océano, pues estos años atrás tuvo un profesor tejano. Seguimos con las fotos, mientras hago una llamada al teléfono fijo de la centralita del convento, que tardan en descolgar. - “Estar, están, puntualiza uno.” Me presento y pregunto por el padre Tapia. - “Les está esperando y enseguida saldrá a recibirles”. La fuente ya se ha quedado libre y nos divertimos remojándonos. ¡Carallo si está fría! Finalmente observamos abrirse la principal del convento y la figura del padre aparece escudriñando los 180 grados de su frente. A Daniel le falta tiempo y corre hacia él, abrazándose ambos como si el año transcurrido no fuese nada. Cariñoso recibimiento que se repite con Jorge y conmigo. El afecto es sincero por parte de los cuatro. Mis hijos deseaban regresar a verle tanto como yo. El año pasado corrieron por aquellos pasillos interiores de la hospedería como si de un campo de patinaje se tratase, mirando de soslayo al padre Tapia, temerosos de que pusiera algún impedimento. - “Déjales, son niños y no molestan a nadie”. Y este año aguanta de nuevo las ocurrencias de Daniel. Y las anima. ¡Qué caray! Los tres le hacemos entrega de unos presente de la tierra, naturales y elaborados, encabezados por una garrafa de aceite de mis olivas, con los que agasajamos su cordialidad y la de toda la comunidad que allí vela armas. Daniel, que no se caracteriza precisamente por tener pelos en la lengua, le recuerda que las pastas de las monjas que nos regaló el año pasado se habían ya terminado. - “Ten paciencia, que ya pasaremos a recoger algunas más.” Hablamos de todo un poco, de viejos recuerdos y de realidades actuales, mientras mis hijos se van desmadejando cada minuto un poco más. Están como en su casa. Cada movimiento es tan natural que para nada recuerda las formalidades de antaño. Los verbos policlínicos nos vuelven a robar sonrisas, de nuevo. Le halago al notarle que este año transcurrido no se le nota para nada. Es más, con total sinceridad comento que le encuentro más ágil al subir y bajar escalones. Y me da la razón, a la vez que apuntilla de que tampoco pasan los años para mí. La hospedería está disponible casi en su totalidad. La temporada no ha hecho sino comenzar y el tiempo y la economía no ayudan. Y tengo que añadir, y así de claro se lo digo, que tampoco lo hace la escasa o casi nula información al respecto. Si Dios quiere, durante este verano mi mujer y yo haremos noche en nuestro próximo viaje a Galicia. Las habitaciones, que ya vi en mi primera visita, son sobrias, pero completas. El padre Tapia tiene ganas de conocer a Mary, y yo, de que la conozca. En eso quedamos. Nos habla de las visitantes, que confirma que son de los Estados Unidos. Creo entender que son novicias. La tardanza en recibirnos se ha debido al programa que ha tenido que atender y a los rezos debidos. Algo así me imaginaba yo. Nos dirigimos a una puerta lateral al monasterio, tras la cual una ventana nos comunica con una monja de la orden, que nos suministra varias cajas de dulces que ellas tan amorosamente elaboran. No pago nada. El padre Tapia me dice que eso ya lo arreglará él. Y con dos llaves de las antiguas, como yo las llamo, nos va abriendo las puertas de varias dependencias anejas. Silencio, pero no soledad. En un lugar así no se está solo. No lo sé explicar, pero en Albalate de Cinca, mi pueblo natal, muchas veces he cogido las llaves de la iglesia (mi padre ha sido campanero y relojero de la torre hasta hace poco), y me he perdido por la oscuridad de las naves y del coro, sentado en cualquier banco, complacido con el canto de la lechuza o el crotorar de las cigüeñas sin el más mínimo sobresalto, muchas veces a oscuras y otras con la ayuda de una modesta linterna, acompañado plácidamente por el ambiente sereno que desde niño he vivido allí, cuando ya mi padre me enseñó a repicar las campanas, para así él no perder el jornal diario. Ya no sube; son 92 años recién cumplidos y las piernas le pesan. Alguien llama por fuera a la puerta, desde la calle. Un vecino de Caleruega se da a conocer y le pide permiso para recoger agua del pozo para con ella bautizar a un nieto. - “A fin de cuentas, somos de aquí y es bueno mantener la tradición.” Todos nos dirigimos al lugar y el padre Tapia se encarga personalmente de llenar el bote que ya traía preparado en sus manos. Al hilo del tema, me comenta que la pila sacramental en la que se bautizó Santo Domingo de Guzmán se encuentra en Madrid, y ya desde hace mucho se usa exclusivamente con ocasión de los herederos de la Casa Real española. Daniel continúa con sus fotos y observo que Jorge ha comenzado a dar cuenta de las pastas. Le recrimino por su impaciencia, y el padre Tapia media y suaviza el ambiente; pero le concede la razón. Y es que ya comienza a tener hambre. Me va dando un dato detrás de otro de pinturas, iconos y de los múltiples elementos decorativos de las estancias, que yo escucho con atención. Accedemos al “patio de las monjas” desde donde el cielo claro nos recuerda que hoy va a hacer un día estupendo, aunque todavía perdura el frescor del amanecer, que ya va quedando atrás. Nos turnamos con la cámara y dejamos inmortalizada la visita. Pero se hace tarde y hay que seguir viaje. En el exterior nos abraza a los tres y nos despedimos con idéntico cariño que a la llegada. Os animo, laborales, a conocer el lugar de la mano del padre Tapia. Os aseguro que disfrutaréis de su hospitalidad, como yo lo hago en cada parada. - “Hasta la próxima, padre.” - “No corráis.” De nuevo estamos en ruta, buscando la general por Silos. Como ya andan despejados y jugando con sus maquinetas, me pongo uno de los CD´s de Manolo Escobar. ¡No sé qué haría sin él al viajar! Pronto llegaremos al entorno de Burgos y tomaré la autovía del Camino de Santiago hasta León. Luego Astorga, Piedrafita, Lugo Ferrol y Ares. Mis suegros nos esperan. Si de algo estoy seguro es de que no se sentarán a la mesa hasta que lleguemos, aunque sean las cuatro de la tarde. Son las once y poco. Hay tiempo, Sin prisas. Las vías son buenas y la circulación sigue baja. - “Papá, ¿qué crees que nos tendrá preparada lela (la abuela)? El otro día le pedí costilla al horno.” - “ No lo sé, Daniel, yo le dije que quería pulpo a la gallega.” - “Pues a mí me preguntó que si quería ensaladilla.” - “ Papá, ¿cuántos días te quedarás con nosotros en Ares?” - “No lo sé, Jorge. Ya sabes que debo volver a casa con mamá y que tengo mucha faena con las oliveras y las parras.” - ¿“Me guardarás caracoles para hacerlos al horno cuando volvamos?” - “Claro que sí, cariño”. - “Papá, ¿Por qué en Galicia no les gustan lo caracoles?” - “Porque en Galicia tienen otros gustos, Daniel.” - “Pero, papá, ¡ si ellos se comen los del mar!” … … … - “Venga, chicos, vamos a echar mano del bocadillo, que nos quedan unos kilómetros por delante, y hasta León ya no paramos.” … … - “Papá, ¿Saldremos a pescar a la ría en el barco de lelo (el abuelo) estos días?” - “No lo sé, Jorge. Eso habrá que negociarlo con él.” - “¡¡¡El bocadillo!!!” - “Papá, ¿ puedo saltarme el bocadillo hasta casi llegar a Galicia? Es que ya sabes que en el coche no tengo nunca hambre, que me mareo.” - “Vale, pues bebe un poco y echa una siesta. Ya te despierto al llegar.” - “¡Bien, papá!
Bueno, tampoco son tan malas, aunque se coman dos veces al día durante trescientos sesenta y cinco días al año. Y de salir a pescar, seguro que sí. ¡Es Galicia! ¡Y que dure! Saludos, laborales, y feliz verano para todos Miguel Castel Sanjuán. |
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