Brotan los llantos callados de los trece años, y las sonrisas de aquellos mismos trece alcanzan los recuerdos de un despertar a la vida adulta.
Llega a la memoria el dolor de la separación, y el olvido de la infancia que fue acercándonos a un reguero lógico al que nos vimos abocados, inundándonos de diferentes mañanas y distintos espacios.
La habitación olía a distancia, a nostalgia de lo perdido, a semilla dura que aún no alcanzábamos a vislumbrar.
Todo se achicaba y se engrandecía; todo en el corazón y en nuestro entorno, haciéndonos aún más pequeños de lo que éramos.
Luego, sentados sobre el pupitre, escuchábamos, observábamos y respirábamos profundamente para preguntarnos el porqué de aquel tiempo que llegaba a nuestras vidas ¿tan necesario era el internado? “Has de estudiar y hacerte un hombre de provecho.
Podrás tener un futuro que no tendrías de otro modo” te decían en casa.
Y tú te arrinconabas, recogiéndote solo, entre un mar de añoranzas y un montón de respuestas equivocadas.
Poco a poco se deshilaban las hebras maternales que nos protegían, poco a poco despertaba la luz de un comienzo, de un camino que dejaba de ser solitario y se iba tiñendo del compañerismo que habría de combatirlo.
La lección fue pasando del deber al aprendizaje, de la escucha a la pregunta, en una transición que, cubriéndose de pechos y piernas retratadas, se nos atrevió al descaro en una mañana de cuarzos y piritas.
Así fueron creciendo los pasos, dirigidos hacia la aceptación de aquel presente y abriéndonos un nuevo camino.
Sonaban a nuestro alrededor un sinfín de notas desordenadas que nos nutrían y alimentaban, que susurraban sin discordia a las llevadas de los primeros años familiares.
El camino se presagiaba difícil y largo, pero cada vez lo era menos.
En las horas de la noche, las últimas guitarras nos abastecían el espíritu de ilusiones soñadas, de versos caídos en el aire que alguna tarde cordobesa nos regaló a cambio de nada.
Y todo se iba quedando allí prendido como un alfiler al alma.
Y luego, ahora, todo se nos echa encima, bañándonos de un recuerdo que arrastraremos siempre, embetunándonos de tintes que otros crearon y cubiertos de la mies que fuimos sembrando; día a día, año a año.
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